lunes, 21 de julio de 2014

Viejos juegos

Llovía.

Llovía, llovía y llovía todavía más. Y no paraba. Se oía el ploc, ploc en los cristales, incesante, sin tregua. Todo el día encerrados en casa sin visos de que la situación fuera a cambiar. Así que decidieron que tenían que hacer algo para distraerse.

Los dos hermanos se subieron al desván. Hacía años que no subían allí. ¿Cuántos? Pues desde que su madre decidió que dejaron de ser niños. Les hicieron subir sus cosas y allí se habían quedado desde entonces.

Buf, cuánto polvo. Realmente, no sólo ellos, sino que nadie había subido en Dios sabe cuánto tiempo. Un año, diez, mil... imposible saberlo. Pero en cuanto se acostumbraron a la nueva atmósfera, les pareció que se sumergían en un otro mundo, no viejo, sino completamente nuevo.

Allí estaban las cajas por las que tanto habían luchado contra la autoridad, una batalla perdida desde el principio, con sus recuerdos y tesoros de la infancia. Él descubrió su viejo ordenador, con el que empezó a aprender lo de los ceros y los unos, y con el que, más adelante, se dedicaba a llenar las horas muertas. Esos juegos en cinta, que tardaban minutos en cargarse; y que no fallara nada, que había que volver a empezar. Y ella descubrió sus mazas de gimnasia, su aro y su cinta, que delante de la profesora se acercaba más a un elemento de tortura, pero en la soledad de su habitación se convertía en su varita mágica que le permitía dar vida a conejos varios, un oso sin un ojo y unas muñecas siempre sonrientes.

Ninguno de los dos había comprendido al otro en aquel momento, siempre solos con sus juegos incomprensibles y absurdos. Sin embargo, ahora, años después, se sentían más unidos que nunca rodeados de polvo, cajas mohosas y juegos del pasado.


Viejos juegos

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