jueves, 15 de diciembre de 2016

Fracasos

Hace un tiempo llegaron unos cuantos melocotones a mis manos. Como no me los podía comer, hice mermelada. No era la primera vez. Ya había hecho mermelada con buenos resultados, y tanto para la cocina como para la conservación, busqué información en internet. La seguí con los ojos cerrados, y me había funcionado... hasta ahora.

Básicamente, se trata de trocear la fruta y cocerla con la correspondiente dosis de azúcar. El envasado ya es otro tema. Hay que buscar botes de cristal con cierre hermético, hervirlos, dejarlos escurrir y secarlos, y luego guardar la mermelada y cerrar los botes herméticamente. Más o menos, de esto se trata. Si se hace bien, el producto se conserva tiempo y tiempo y uno se queda tan contento. Mil maravillas... si se hace bien.

Porque si no se hace bien, las cosas no acaban bien.

Hace un par de días, abrí un nuevo bote. Fui fácil abrirlo, demasiado. Ni estaba duro ni hizo "plop". Mala señal. En efecto, al abrirlo vi que en un borde estaba creciendo algo verde que no debía estar allí. Ni conservación tiempo y tiempo ni nada. Directo a la basura.

¿Y todo esto, qué importancia tiene?

Por formación, tengo que aprender y fiarme de los conocimientos que me llegan de otros. Los aprendo, los aplico y las cosas van bien. Y, realmente, las cosas me iban bien, éste fue el primer bote que no fue como debía.

¿Y si no lo hago bien? Pues el resultado no es el deseado.

¿Y...? podrá preguntar alguien. Ha salido bien casi siempre. ¿Qué importancia tiene un fallo puntual? Pues mucha.

La misma formación que me hace fiarme de otros, me dice que a ser posible debería experimentar por mí mismo. Y tan importante como aprender a hacerlo bien es que te salga mal, y ver por qué. Cuando yo estaba cerrando el bote que se estropeó, yo detecté que algo no iba bien. La tapa estaba pasada de rosca. Pero como cerraba, no le di importancia. ¿Qué puede salir mal? Pues todo. Como no había experimentado el fracaso (*), no daba el valor adecuado a seguir las reglas, al conocimiento empírico que me había llegado y sobre todo, no valoraba los éxitos anteriores, como si vinieran por descontado.

Aprendí más de ese bote en mal estado que de todos los que salieron bien.

Que te salga todo mal siempre, no mola. Pero que te salga todo bien, tampoco interesa.

No ha sido éste un post metafórico. La mermelada existió (y a fecha de publicación, existe). Y el problema que he explicado, me pasó de verdad. Ahora, las conclusiones, que las saque cada cual.

Y por cierto... no hice foto del bote. Mal por mí, pero tampoco me volverá a pasar.

(*) Fracaso: resultado no deseado. Sin connotaciones emocionales, sociales ni mucho menos morales.


sábado, 29 de octubre de 2016

Hilo conductor

Miro esta foto que hice a los mosquetones de mi disipador cuando los estrené.

Estaban nuevecitos. Hoy ya no lo están pero están igual de gastados. ¿Qué les ha pasado? Pues que han pasado por muchas cosas, juntos y separados a la vez. Juntos porque allá donde iba uno, poco después iba el otro. Y separados porque cada uno hace su trabajo haga lo que haga el otro. Y unidos, en todo caso, por un hilo conductor apropiadamente llamado cable de vida.

En la vida, a veces, encontramos personas a las que nos une otro hilo conductor. Como mis mosquetones, funcionan por separado, pero a la vez necesitan del otro. Y así, aunque sea durante un poquito, recorren un trozo de vida juntos, de forma indisoluble. Es un acuerdo a menudo tácito, en el que no hace falta hablar porque el objetivo común es vínculo suficiente.

Y al finalizar, se despedirán hasta otra ocasión. Porque mis mosquetones tienen pareja fija, pero hilos conductores hay muchos, y quien nos acompaña ahora puede no hacerlo a la siguiente ocasión. Tal vez más adelante, tal vez nunca más. Pero lo vivido en ese tramo, sea como sea, habrá dejado su huella.

Y aquel vínculo, aunque efímero, se torna también eterno.

Queda la duda de si ambos mosquetones lo han vivido (y percibido) igual. Pero, por una vez, es mejor dejar esa pregunta sin contestar.

El silencio puede ser mejor alimento (y aliento) que las palabras.


Hilo conductor

viernes, 14 de octubre de 2016

Las musas

Musas...

Recuerdo la primera vez que leí esa palabra.

Fue en un libro de texto de lengua, en EGB (jovenzuelos, id a la wikipedia). No era más que una pequeña nota, relacionada con el texto principal. Decía que las musas eran seres mitológicos, normalmente mujeres, que inspiraban a los poetas y les susurraban ideas. Sin su favor cuasi divino, la tarea de escribir era imposible, por lo que había que hacer lo imposible por atraerlas y tener mucho cuidado de no auyentarlas.

Las musas, como seres mitológicos que son, obviamente no existen... ¿o sí? Se podría acudir al tópico y decir que el mundo avanza una barbaridad y las musas existen, aunque de una forma distinta.

Pueden seguir siendo mujeres, en muchos casos. Y desempeñan su labor a la antigua usanza, inspirando una creación que, mejor o peor, no habría sido posible sin su intervención. Sólo que... a veces son conscientes de ello, y a veces no.

A veces son conscientes, ya sea porque se les pone una vela (ejem...) o porque participan con algo más que la mera inspiración.

Pero a veces... a veces no son conscientes de sus propios actos, de sus poderes y de su magia. Y no sólo no son conscientes, sino que no lo serán nunca, ni lo pueden imaginar.

A menudo, es un gesto, una palabra, o incluso un silencio, lo que desencadena ese torrente de energía mística que emana de ellas y provoca ese clic tan necesario en el humilde autor. ¿Y cómo puede ser que no se den cuenta? ¿No notan acaso que se les escapa siquiera un poquito de energía, un pedacito de ser?

Pues no, y ésa es la parte más mágica de todas. Porque el proceso, lejos de desgastar o de erosionar, no hace sino crecer al que recibe y, ojalá, a quien entrega esa chispa invisible.



Las musas

miércoles, 12 de octubre de 2016

Lo peor

Unas cuantas horas más de interminable viaje y llegaría.

Se despertó con el traqueteo del coche de la carretera, si es que aquello se podía calificar de tal. No llegaba ni a camino de cabras. Estaba acercándose al fin del mundo, y aún no sabía ni cómo había llegado hasta allí. O peor aún... lo sabía demasiado bien.

Volvió a cerrar los ojos y se puso a repasar la conversación que mantuvo hacía tan solo dos semanas. Una cena entre viejos amigos, un par de copas, un ven aquí que te voy a contar un secreto... y el par de ojos más hipnóticos mundo.

A partir de ahí, sintió que todo se le escapaba de las manos. Como quien aguanta una soga y los dedos se niegan a obedecer. Lo puedes ver, lo sientes, lo sabes... pero no puedes evitarlo. Así se había sentido. ¿Cómo le había podido pasar de nuevo? Mejor no pensarlo. Porque había pasado y ya era tarde para volver atrás.

Estoy preparando una expedición, dijo. ¿De qué se trata?, respondí. Es una inmersión en una zona de coral. Es fácil, y más para alguien como tú. ¿Como yo? Ja, ja. Sí, ja, ja.

Pensaba que la trampa le funcionaría así de fácil, que volvería a picar... La maldita engreída tenía razón. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba renovando su pasaporte y conociendo a su guía para viajar a tres millones de kilómetros de su casa, una vez más, después de tantos años.

¿Y por qué? No era el mejor para aquel trabajo, ni el único que lo habría hecho. Tal vez años atrás sí hubiera sido el más apropiado. Pero ahora era viejo, fuera de lugar como un gramófono en el siglo XXI. Todo vuelve, dicen algunos. Bueno, no todo. Él no debería.

Y sin embargo...

Y sin embargo, pronto estaría escupiendo en unas gafas y respirando con una botella a 20 metros de profundidad, mientras observaba de nuevo el cristalino fondo del mar en busca de ni importa qué.

Porque después de todo, lo peor, y de eso sí estaba seguro, lo peor es que la maldita tenía razón.



Lo peor

domingo, 19 de junio de 2016

Un paso más

Sale el sol.

Todavía es temprano, pero ya hay que levantarse. Espera un día largo. Pero de momento, lo que espera es la cita a la hora acordada, en el lugar también acordado. No es un gran momento. Sólo es cuestión de repartir coches y plazas. Pero es el primer paso.

Hoy no ha sido fácil salir de la cama.
Demasiado cansancio acumulado.
Demasiada poca motivación.
Demasiadas tentaciones.

Pero aún así, se ha levantado. Desayuno, botas, bolsa, equipo, llaves, calle, coche. Mecánicamente. Sin pensar. Sin dar espacio al gusano que amenaza con abrirse paso, poco a poco, en su mente para hacerle pensar lo que no quiere.

El día se presenta ambivalente. Mejor que un día en casa. Y peor que un día en casa. Confuso. Sigue sin querer pensar. Acepta ciegamente la decisión de otro yo del pasado que lo tuvo mucho más fácil para decidir.

Así que tras coche, punto de encuentro. Saludos. Carretera. Conversación.

Se llega al segundo punto de encuentro. Más saludos. Cafés. Más conversación.

Más rituales.

Poco a poco se deja atrás la cama, las paredes, la casa. Ya no es siquiera un recuerdo. El momento ha cambiado. Hace rato que no hay marcha atrás, pero la consciencia apenas lo empieza a notar. Así que el foco de atención cambia, gradualmente, radicalmente, quién sabe. Pero ya ha cambiado.

Por fin, se aproxima el momento. El contacto con la roca, el hierro, el aire, la luz. Y el sol. El mismo sol.

La consciencia se abandona definitivamente. No hay espacio para ella. Queda reemplazada por otra cosa. No se le puede poner nombre. Pero sabe lo que es. No hay duda, no hay confusión posible. Porque le guía y le acompaña. A su lado, sin robarle el espacio, sin quitarle la libertad, hasta que por fin, se separan, y vuelve a su estado no original, porque el original ha cambiado. Y aunque parece que sea el mismo no lo es, porque nunca más lo será.

Y se da cuenta de que no lo es, y lo celebra.

El gusano, hoy también, ha perdido.


Un paso más

lunes, 6 de junio de 2016

Por la mañana

Por fin llegó la mañana.

La noche no había sido larga, claro, porque era verano. Pero había sido eterna.

Cuando estaba atardeciendo ya estaba en la playa. No... no en la playa. Hay que explicarlo mejor. Estaba en un banco junto a la arena. Miraba el mar. Tampoco. No miraba. Tenía los ojos en dirección al agua, pero... no miraba.

La tarde anterior había perdido el tren. Normalmente no tenía problemas, pero ese día había sido tal el trajín, que había llegado a la estación tarde, mucho más de lo habitual, y se dio cuenta de que ya no habría tren hasta el día siguiente. Su paupérrima economía no le permitía coger un taxi hasta casa, así que decidió que pasar la noche por allí no sería para tanto.

Conocía aquellas calles. Conocía sus gentes, conocía sus ritmos, sus olores, sus acentos,... Podía cerrar los ojos e identificar en qué esquina se encontraba. Las voces de los comerciantes, el ruido de los coches que variaba completamente con el ritmo del tráfico y la cadencia de los semáforos.

Pero el sol fue bajando, la luz fue apartándose y las calles fueron cambiando.

Se dio cuenta de que ya no conocía aquellas calles. Ni sus gentes, ni sus ritmos, ni... nada. Todo le resultaba nuevo y extraño. Al principio no lo entendía. ¡Pero si es lo mismo! Falta la luz del sol pero todo lo demás es igual.

Pero en ese momento, al cerrar los ojos, no podía identificar la esquina donde se encontraba. En cambio, notaba la oscuridad que crecía a su alrededor. Así que, como pudo, llegó a un banco junto a la playa y se sentó. Y una vez se había sentado, levantó las piernas, las abrazó y bajó los párpados. Pretendía engañarse, fingir que había luz, que seguía siendo el entorno que conocía, y que, sencillamente, elegía no mirar.

Pero no pudo hacerlo. Por más que lo intentaba, su mente se negaba a ceder a la ficción y le recordaba una y otra vez, que daba igual lo que pensara, lo que viera o lo que no, la oscuridad seguiría ahí fuera. Y que aunque una parte de esa misma mente le decía que no pasaba nada, que la ausencia de luz no alteraba el resto de la realidad, otra parte de su mente le decía que sí, que estaba viviendo en una realidad totalmente diferente, desconocida... y hostil.

Y así, con el cuerpo contraído, se quedó en el mismo sitio. Escuchando. Respirando. Esperando.

Sin que pasara nada más que el tiempo. Sin recibir ninguna otra señal que le hiciera saber qué parte de su mente tenía razón, y qué parte, sencillamente, se equivocaba. En su interior no podía decidir y al mismo tiempo no podía buscar respuestas.

Porque temía lo que pudiera descubrir.

Hasta que, por fin, llegó la mañana.



Por la mañana

viernes, 27 de mayo de 2016

Mundo propio

Una noche más, despertó antes de tiempo.
Y una noche más, con sudores fríos.

Dormía fatal, y ya no podía más. Sentía que se iba a volver loca, y tal vez ya lo estuviera. La habían visto caminando sonámbula, en silencio, sin detenerse ante puertas, escaleras ni otros obstáculos. Conocía aquellos pasillos bien, muy bien, ya que hacía años que no abandonaba su retiro.

¿Retiro? Qué irónico es el lenguaje... ¿irónico? Tampoco. Mezquino es la palabra. Porque ella no estaba allí de retiro, sino de recuperación.

Llevaba allí mucho tiempo. Demasiado. Y no porque tuviera una condena demasiado pesada, oh, no. Había estado a punto de regresar en muchas ocasiones. Pero al final, siempre... volvía. No tenía más remedio que bajar la cabeza, aceptar la derrota y devolver sus vestidos al armario. Una decepción tras otra. Pero, ¿qué podía hacer? Era más fuerte que ella.

Por tanto, se dedicaba a pasar un día tras otro. Hacía lo que le pedían. Acudía a las sesiones. Se esforzaba. Trabajaba y se comunicaba. Y mientras otras elegían pasar las horas muertas aisladas, ella acudía al taller tanto como podía, para dedicarse a su pasión: la arcilla. Se sentaba delante de un trozo de material, con las herramientas a su lado, y a partir de ese momento el mundo y el tiempo dejaban de existir. Abstrayéndose por completo de su entorno, dejaba que sus manos se movieran a su aire. Les daba la libertad que ella misma no tenía y así, dejaba que su alma fluyera por sus dedos y dieran vida a una nueva creación.

Con cada una de ellas, creía estar más cerca del final. Pero se equivocaba. Ya no reconocía su propia obra. Las esculturas ya no le hablaban, no se sentía reflejada. Y empezaron las pesadillas.

En ellas, siempre se veía a sí misma caminando de noche, sola. Nadie se cruzaba en su camino. Caminaba, caminaba y no hacía nada más. Los finales siempre eran diferentes. Y el mismo a la vez. Desde una ventana, una torre o un acantilado, el final era siempre... igual.

Sólo es un sueño, se decía. Y el engaño funcionó hasta que su cuerpo real empezó a copiar a su cuerpo en sueños.

Sólo caminas. No puede pasarte nada, se decía. Y de nuevo, el engaño funcionó, hasta que descubrió que sus manos no habían perdido su habilidad, sólo habían cambiado de intereses.

Y cuando descubrió que podía abrir puertas y ventanas, definitivamente, enloqueció.


Luz interior

jueves, 19 de mayo de 2016

Un té

Las siete menos cuarto...

Llevaba un rato sentado y su té ya estaba más que frío. No es que llegara tarde. Es que había llegado antes de hora. Un poco por asegurarse, un poco por no tener nada antes que hacer. Pero sobre todo por nervios, ansiedad y más nervios.

La cosa había empezado un par de semanas atrás. El aburrimiento, que es muy malo, le había hecho pasar mucho rato conectado a una de tantas aplicaciones que esta vida moderna brinda para conocer rápidamente y olvidar más rápidamente todavía.

¿Y cómo había ido? Pues aparentemente, bien. Estrictamente, hablando, había cumplido el objetivo: había contactado con unas cuantas personas, y había mantenido un contacto desigual durante los días posteriores. Pero en un caso... fue diferente.

No era fácil de explicar. Todo había empezado con un saludo, mera cortesía, y un par de tópicos más que manidos. Que si de dónde eres, que si qué haces, que si tus fotos, tu perfil... Cualquier hubiera podido llevar esa conversación, con las mismas preguntas, mismas respuestas. Pero había algo más. Más allá de las palabras, asépticas y automáticas, se notaba un hilo, que poco a poco se convertía en una cuerda que, al lazo, lo atraía y lo atrapaba.

No, desde luego, no era la habitual charla intrascendente. Poco a poco, se abría paso otra cosa. A través de una pantalla electrónica que sólo contenía letras y emoticonos, podía mirar a los ojos a otra persona que podía estar en cualquier lugar del mundo, de quien no sabía más que lo que leía pero de quien, a su vez, sabía cada vez más y más.

Pronto se convirtió en una obsesión. Aprovechaba cualquier momento para mirar si tenía nuevos mensajes, y cuando coincidían los dos, se negociaban horas de sueño por el chat. ¿Negociaban? No. Negociar implica intercambio entre dos partes. Pero la situación era totalmente unilateral. Así que si era preciso, se acumulaban ojeras y cafeína sin dudarlo. Todo por obtener la dosis.

Pero no pasaba de ahí. Se había planteado dar un paso más, un paso natural, y decirle "¿quedamos?" Pero no... no lo hacía. Se decía que aquello era cosa de dos, y que si uno no lo hacía, bien podía hacerlo el otro. Y que si ninguno lo decía, sería que no era el momento. Se decía... y se engañaba.

Se engañaba porque era mucho más fácil mantener esa situación, que no proporcionaba grandes recompensas pero tampoco suponía grandes riesgos. Porque si lo proponía ("¿quedamos?") no habría marcha atrás. Ser o no ser. Todo o nada. Toda medida le parecía pequeña ante semejante disyuntiva. Así que seguía con "qué tal", "cómo te ha ido el día", "mi jefe es un capullo", y demás frases que había acumulado, con los años, en su burbuja, su zona de confort de la que no veía necesidad de salir.

Así que no fueron sus dedos los que lo escribieron. Pero sí fueron sus ojos los que leyeron aquel "¿quedamos?". Fue su corazón el que empezó a latir con más fuerza, su respiración la que perdió el ritmo, y su piel la que se empapó al instante.

Un minuto después, escribió "me encantaría".

Y dos días después, pidió un té y se sentó a esperar.


Un té

lunes, 9 de mayo de 2016

Adelante

¡Viajeros al tren!

O como se diga...

El plan de ese día era ir desde Kyoto a Nara, para lo cual tendría que coger un tren local. Nada de los más lujosos trenes bala que había cogido antes. Esta vez no, esta vez tocaba un modesto transporte lleno de turistas como él, escolares y gente con poca cosa que hacer.

No sabía si sería un buen día. Era visita obligada, según todas las guías y todos los consejos bienintencionados que había recibido. Pero caía una ligera lluvia que no parecía que fuera a cesar.

Cualquier otro se podría haber amedrentado. Pero no él. Él decidió que puesto que había hecho el viaje hasta allí, no valía la pena perder el escaso tiempo de que disponía. Así que había preparado la mochila. La cámara, montones de papeles, un chubasquero. Eso, desde el hotel. En la estación eligió un bento y una botella de agua.

Una vez en destino, no tuvo más que seguir la riada de turistas. A él no le gustaba ser manada. Pero de momento, se dijo, vamos al mismo sitio. No es que yo les siga, es la coincidencia. Ya les daría esquinazo más adelante. ¿Cuándo? Pronto. En cuanto estuvo cerca del primer punto marcado de su itinerario, se paró. Sacó sus apuntes y se situó.

- Vale, ya veo. Ya sé dónde estoy. Tengo que ir por esa otra calle, caminar un poco y al ver el estanque, dirigirme allí.

Esas palabras se decía mientras se resguardaba debajo de una rama. No es que le tapara mucho, claro está. El agua no se deja intimidar tan fácilmente y poco a poco lograba esquivar los impedimentos y dirigirse al suelo. Pero no importaba. ¿Un poco de agua? La que le llegara se lo había merecido, y él ya había decidido que mojarse no era un problema, sino un aliciente más.

De pronto, notó algo diferente. Lo vio primero en el estanque y lo notó después en los pies.

El suelo vibraba. No podía llegar a decir que se moviera, pero el movimiento telúrico era evidente. Se quedó frío, en silencio.

Pasaron cinco segundos. Diez. Mil. Millones.

Medio minuto. Y se acabó.

Miró alrededor. El mundo no se había detenido. Nadie gritaba, nadie parecía alterado. Todo lo contrario. Los árboles seguían en pie, los niños seguían asaltando a los turistas y los ciervos seguían comiendo de la mano de cualquiera que se atreviera.

Pero nadie parecía haberse alterado lo más mínimo. Nadie había reparado en él, ni se preguntaba si estaría bien. Un inquietante pensamiento se plantó en su mente, y al crecer, hizo que se planteara... ¿qué hubiera pasado con un movimiento mayor? ¿Y si se hubiera abierto la tierra? ¿Y si él hubiera desaparecido allí mismo? ¿Quién lo sabría? La respuesta... nadie.

Sacudió esa idea de su cabeza que salió disparada junto con un par de gotas de agua de lluvia.

Y sonrió.

Sonrió porque veía claro que el día sería estupendo y el viaje, genial.

¿Qué lo podría estropear?



¿Lluvia? ¿Y qué?