jueves, 19 de mayo de 2016

Un té

Las siete menos cuarto...

Llevaba un rato sentado y su té ya estaba más que frío. No es que llegara tarde. Es que había llegado antes de hora. Un poco por asegurarse, un poco por no tener nada antes que hacer. Pero sobre todo por nervios, ansiedad y más nervios.

La cosa había empezado un par de semanas atrás. El aburrimiento, que es muy malo, le había hecho pasar mucho rato conectado a una de tantas aplicaciones que esta vida moderna brinda para conocer rápidamente y olvidar más rápidamente todavía.

¿Y cómo había ido? Pues aparentemente, bien. Estrictamente, hablando, había cumplido el objetivo: había contactado con unas cuantas personas, y había mantenido un contacto desigual durante los días posteriores. Pero en un caso... fue diferente.

No era fácil de explicar. Todo había empezado con un saludo, mera cortesía, y un par de tópicos más que manidos. Que si de dónde eres, que si qué haces, que si tus fotos, tu perfil... Cualquier hubiera podido llevar esa conversación, con las mismas preguntas, mismas respuestas. Pero había algo más. Más allá de las palabras, asépticas y automáticas, se notaba un hilo, que poco a poco se convertía en una cuerda que, al lazo, lo atraía y lo atrapaba.

No, desde luego, no era la habitual charla intrascendente. Poco a poco, se abría paso otra cosa. A través de una pantalla electrónica que sólo contenía letras y emoticonos, podía mirar a los ojos a otra persona que podía estar en cualquier lugar del mundo, de quien no sabía más que lo que leía pero de quien, a su vez, sabía cada vez más y más.

Pronto se convirtió en una obsesión. Aprovechaba cualquier momento para mirar si tenía nuevos mensajes, y cuando coincidían los dos, se negociaban horas de sueño por el chat. ¿Negociaban? No. Negociar implica intercambio entre dos partes. Pero la situación era totalmente unilateral. Así que si era preciso, se acumulaban ojeras y cafeína sin dudarlo. Todo por obtener la dosis.

Pero no pasaba de ahí. Se había planteado dar un paso más, un paso natural, y decirle "¿quedamos?" Pero no... no lo hacía. Se decía que aquello era cosa de dos, y que si uno no lo hacía, bien podía hacerlo el otro. Y que si ninguno lo decía, sería que no era el momento. Se decía... y se engañaba.

Se engañaba porque era mucho más fácil mantener esa situación, que no proporcionaba grandes recompensas pero tampoco suponía grandes riesgos. Porque si lo proponía ("¿quedamos?") no habría marcha atrás. Ser o no ser. Todo o nada. Toda medida le parecía pequeña ante semejante disyuntiva. Así que seguía con "qué tal", "cómo te ha ido el día", "mi jefe es un capullo", y demás frases que había acumulado, con los años, en su burbuja, su zona de confort de la que no veía necesidad de salir.

Así que no fueron sus dedos los que lo escribieron. Pero sí fueron sus ojos los que leyeron aquel "¿quedamos?". Fue su corazón el que empezó a latir con más fuerza, su respiración la que perdió el ritmo, y su piel la que se empapó al instante.

Un minuto después, escribió "me encantaría".

Y dos días después, pidió un té y se sentó a esperar.


Un té

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