domingo, 19 de junio de 2016

Un paso más

Sale el sol.

Todavía es temprano, pero ya hay que levantarse. Espera un día largo. Pero de momento, lo que espera es la cita a la hora acordada, en el lugar también acordado. No es un gran momento. Sólo es cuestión de repartir coches y plazas. Pero es el primer paso.

Hoy no ha sido fácil salir de la cama.
Demasiado cansancio acumulado.
Demasiada poca motivación.
Demasiadas tentaciones.

Pero aún así, se ha levantado. Desayuno, botas, bolsa, equipo, llaves, calle, coche. Mecánicamente. Sin pensar. Sin dar espacio al gusano que amenaza con abrirse paso, poco a poco, en su mente para hacerle pensar lo que no quiere.

El día se presenta ambivalente. Mejor que un día en casa. Y peor que un día en casa. Confuso. Sigue sin querer pensar. Acepta ciegamente la decisión de otro yo del pasado que lo tuvo mucho más fácil para decidir.

Así que tras coche, punto de encuentro. Saludos. Carretera. Conversación.

Se llega al segundo punto de encuentro. Más saludos. Cafés. Más conversación.

Más rituales.

Poco a poco se deja atrás la cama, las paredes, la casa. Ya no es siquiera un recuerdo. El momento ha cambiado. Hace rato que no hay marcha atrás, pero la consciencia apenas lo empieza a notar. Así que el foco de atención cambia, gradualmente, radicalmente, quién sabe. Pero ya ha cambiado.

Por fin, se aproxima el momento. El contacto con la roca, el hierro, el aire, la luz. Y el sol. El mismo sol.

La consciencia se abandona definitivamente. No hay espacio para ella. Queda reemplazada por otra cosa. No se le puede poner nombre. Pero sabe lo que es. No hay duda, no hay confusión posible. Porque le guía y le acompaña. A su lado, sin robarle el espacio, sin quitarle la libertad, hasta que por fin, se separan, y vuelve a su estado no original, porque el original ha cambiado. Y aunque parece que sea el mismo no lo es, porque nunca más lo será.

Y se da cuenta de que no lo es, y lo celebra.

El gusano, hoy también, ha perdido.


Un paso más

lunes, 6 de junio de 2016

Por la mañana

Por fin llegó la mañana.

La noche no había sido larga, claro, porque era verano. Pero había sido eterna.

Cuando estaba atardeciendo ya estaba en la playa. No... no en la playa. Hay que explicarlo mejor. Estaba en un banco junto a la arena. Miraba el mar. Tampoco. No miraba. Tenía los ojos en dirección al agua, pero... no miraba.

La tarde anterior había perdido el tren. Normalmente no tenía problemas, pero ese día había sido tal el trajín, que había llegado a la estación tarde, mucho más de lo habitual, y se dio cuenta de que ya no habría tren hasta el día siguiente. Su paupérrima economía no le permitía coger un taxi hasta casa, así que decidió que pasar la noche por allí no sería para tanto.

Conocía aquellas calles. Conocía sus gentes, conocía sus ritmos, sus olores, sus acentos,... Podía cerrar los ojos e identificar en qué esquina se encontraba. Las voces de los comerciantes, el ruido de los coches que variaba completamente con el ritmo del tráfico y la cadencia de los semáforos.

Pero el sol fue bajando, la luz fue apartándose y las calles fueron cambiando.

Se dio cuenta de que ya no conocía aquellas calles. Ni sus gentes, ni sus ritmos, ni... nada. Todo le resultaba nuevo y extraño. Al principio no lo entendía. ¡Pero si es lo mismo! Falta la luz del sol pero todo lo demás es igual.

Pero en ese momento, al cerrar los ojos, no podía identificar la esquina donde se encontraba. En cambio, notaba la oscuridad que crecía a su alrededor. Así que, como pudo, llegó a un banco junto a la playa y se sentó. Y una vez se había sentado, levantó las piernas, las abrazó y bajó los párpados. Pretendía engañarse, fingir que había luz, que seguía siendo el entorno que conocía, y que, sencillamente, elegía no mirar.

Pero no pudo hacerlo. Por más que lo intentaba, su mente se negaba a ceder a la ficción y le recordaba una y otra vez, que daba igual lo que pensara, lo que viera o lo que no, la oscuridad seguiría ahí fuera. Y que aunque una parte de esa misma mente le decía que no pasaba nada, que la ausencia de luz no alteraba el resto de la realidad, otra parte de su mente le decía que sí, que estaba viviendo en una realidad totalmente diferente, desconocida... y hostil.

Y así, con el cuerpo contraído, se quedó en el mismo sitio. Escuchando. Respirando. Esperando.

Sin que pasara nada más que el tiempo. Sin recibir ninguna otra señal que le hiciera saber qué parte de su mente tenía razón, y qué parte, sencillamente, se equivocaba. En su interior no podía decidir y al mismo tiempo no podía buscar respuestas.

Porque temía lo que pudiera descubrir.

Hasta que, por fin, llegó la mañana.



Por la mañana