miércoles, 31 de mayo de 2017

Miedo

Mientras esperaba en los pasillos, habló con su abogado.

¿Dónde se había equivocado? En muchas cosas, por supuesto. No era perfecto ni mucho menos. Pero, si había que concretar, podría decirse que había cometido 3 pecados.

Primero, era un pesado. No podía dejar a nadie tranquilo. Sus técnicas de comunicación eran agresivas, sin dejar respirar al posible cliente. Le llamaba, le perseguía, le exponía su discurso sin dar opción a réplica. Algunos lo llamarían tenacidad. Otros, puro proselitismo.

Segundo, era pesado. Literalmente pesado. Su físico era enorme, imponente, intimidante y avasallador. Daba miedo llevarle la contraria. Normalmente, le escuchaban en silencio, cabizbajos y temerosos de interrumpir hasta que tenían la oportunidad de musitar unas palabras de excusa y alejarse de él discretamente.

Tercero, su carácter. Emocionalmente inestable, era incapaz de mostrar empatía hacia sus semejantes. Por este motivo, no podía entender el pavor que inspiraba en la gente. ¿Cómo podía ser? Si él ponía su mejor voluntad, y la intención es lo que cuenta... ¿no?

Pues al parecer, no.

No fue lo que contaba en el momento en que perdió el control.

Todo iba como siempre. Los ojos clavados, el contacto visual esquivado, el discurso repetitivo, el tono monocorde... como siempre. Sólo que, por una vez, su interlocutor no reaccionó como esperaba.

- Perdón. - dijo. - Lo siento, no estoy interesado.
- ¿Cómo? ¿No interesado? Pero si yo sólo... - estaba aturdido. ¿Cómo podía ser? Eso nunca había pasado. Hasta ahora, el guión era siempre el mismo. La manera de hablar y de ser escuchado siempre era la misma. La que correspondía a la situación, a la normalidad.

Su normalidad.

Intentó algo nuevo. Si rechazaban sus palabras, lo intentaría con un gesto. Añadió a sus palabras un leve contacto de su manaza en el brazo del espantado oyente. En ese momento, todo se volvió muy confuso. Dentro de él, sólo había sido un gesto amistoso. Pero lo que cualquier otro observador habría visto fueron unas tenazas aprisionando ese mismo brazo de alguien que, sorprendido, no pudo evitar gritar. Y ese grito fue su perdición. Porque acabó con el poco control que quedaba en el cerebro del hombretón que, nervioso, no supo dar un paso atrás e insistió en su cantinela gastada y vacía.

Hasta que... crack.

Algo se quebró en su cerebro. Llegaron el descontrol y el pánico. Siguieron las lagunas, las alucinaciones, la enajenación. Acabó con la parálisis.

¿El resultado? Un brazo roto, un hematoma gigante y un gentío pálido en silencio.

A partir de ese momento, confluyeron en su interior diversas emociones. Primero, confusión. Después, tristeza. A ratos ira y desesperación consigo mismo.

Y por encima de todo, miedo.

Miedo de lo que podía hacer.
Miedo de lo que no podía controlar.
Miedo de los ojos que lo miraban.
Miedo de que se repitiera.
Miedo de ser quien era.

Y miedo de seguir siéndolo.



Miedo